La retórica del cuento
En
estas mismas columnas, solicitado cierta vez por algunos amigos de la infancia
que deseaban escribir cuentos sin las dificultades inherentes por común a su
composición, expuse unas cuantas reglas y trucos, que, por haberme servido
satisfactoriamente en más de una ocasión, sospeché podrían prestar servicios de
verdad a aquellos amigos de la niñez.
Animado por el silencio _en literatura el silencio es siempre animador_ en que había caído mi elemental anagnosia del oficio, complétela con una nueva serie de trucos eficaces y seguros, convencido de que uno por lo menos de los infinitos aspirantes al arte de escribir, debía de estar gestando en las sombras un cuento revelador.
Ha pasado el tiempo. Ignoro todavía si mis normas literarias prestaron servicios. Una y otra serie de trucos anotados con más humor que solemnidad llevaban el título común de Manual del perfecto cuentista.
Hoy se me solicita de nuevo, pero esta vez con mucha más seriedad que buen humor. Se me pide primeramente una declaración firme y explícita acerca del cuento. Y luego, una fórmula eficaz para evitar precisamente escribirlos en la forma ya desusada que con tan pobre éxito absorbió nuestras viejas horas.
Como
se ve, cuanto era de desenfadada y segura mi posición al divulgar los trucos
del perfecto cuentista, es de inestable mi situación presente. Cuanto sabía yo
del cuento era un error. Mi conocimiento indudable del oficio, mis pequeñas
trampas más o menos claras, solo han servido para colocarme de pie, desnudo y
aterido como una criatura, ante la gesta de una nueva retórica del cuento que
nos debe amamantar.
“Una
nueva retórica...” No soy el primero en expresar así los flamantes cánones. No
está en juego con ellos nuestra vieja estética, sino una nueva nomenclatura. Para
orientarnos en su hallazgo, nada más útil que recordar lo que la literatura de
ayer, la de hace diez siglos y la de los primeros balbuceos de la civilización,
han entendido por cuento.
El
cuento literario, nos dice aquella, consta de los mismos elementos sucintos que
el cuento oral, y es como este el relato de una historia bastante interesante y
suficientemente breve para que absorba toda nuestra atención.
Pero
no es indispensable, adviértenos la retórica, que el tema a contra constituya
una historia con principio, medio y fin. Una escena trunca, un incidente, una
simple situación sentimental, moral o espiritual, poseen elementos de sobra
para realizar con ellos un cuento.
Tal
vez en ciertas épocas la historia total _lo que podríamos llamar argumento_ fue
inherente al cuento mismo. “¡Pobre argumento! _decíase_. ¡Pobre cuento!” Más
tarde, con la historia breve, enérgica y aguda de un simple estado de ánimo,
los grandes maestros del género han creado relatos inmortales.
En la
extensión sin límites del tema y del procedimiento en el cuento, dos calidades
se han exigido siempre: en el autor, el poder de transmitir vivamente y sin
demoras sus impresiones; y en la obra, la soltura, la energía y la brevedad del
relato, que la definen.
Tan
específicas son estas cualidades, que desde las remotas edades del hombre, y a
través de las más hondas convulsiones literarias, el concepto del cuento no ha
variado. Cuando el de los otros géneros sufría según las modas del momento, el
cuento permaneció firme en su esencia integral. Y mientras la lengua humana sea
nuestro preferido vehículo de expresión, el hombre contará siempre, por ser el
cuento la forma natural, normal e irreemplazable de contar.
Extendido
hasta la novela, el relato puede sufrir en su estructura. Constreñido en su
enérgica brevedad, el cuento es y no puede ser otra cosa que lo que todos,
cultos e ignorantes, entendemos por tal.
Los
cuentos chinos y persas, los grecolatinos, los árabes de las Mil y una noches, los del Renacimiento
italiano, los de Perrault, de Hoffmann, de Poe, de Merimée de Bret-Harte, de
Verga, de Chejov, de Maupassant, de Kipling, todos ellos son una sola y misma
cosa en su realización. Pueden diferenciarse unos de otros como el sol y la
luna. Pero el concepto, el coraje para contar, la intensidad, la brevedad, son
los mismos en todos los cuentistas de todas las edades.
Todos ellos poseen en grado máximo la característica de entrar vivamente en materia. Nada más imposible que aplicarles las palabras: “Al grano, al grano...” con que se hostiga a un mal contador verbal. El cuentista que “no dice algo”, que nos hace perder el tiempo, que lo pierde él mismo en divagaciones superfluas, puede verse a uno y otro lado buscando otra vocación. Ese hombre no ha nacido cuentista.
Pero
¿si esas divagaciones, digresiones y ornatos sutiles, poseen en sí mismos
elementos de gran belleza? ¿Si ellos solos, mucho más que el cuento sofocado,
realizan una excelsa obra de arte?
Enhorabuena,
responde la retórica. Pero no constituyen un cuento. Esas divagaciones
admirables pueden lucir en un artículo, en una fantasía, en un cuadro, en un
ensayo, y con seguridad en una novela. En el cuento no tienen cabida, ni mucho
menos pueden constituirlo por sí solas.
Mientras
no se cree una nueva retórica, concluye la vieja dama, con nuevas formas de la
poesía épica, el cuento es y será lo que todos, grandes y chicos, jóvenes y
viejos, muertos y vivos, hemos comprendido por tal. Puede el futuro nuevo
género ser superior, por sus caracteres y sus cultores, al viejo y sólido afán
de contar que acucia al ser humano. Pero busquémosle otro nombre.
Tal
es la cuestión. Queda así evacuada, por boca de la tradición retórica, la
consulta que se me ha hecho.
En
cuanto a mí, a mi desventajosa manía de entender el relato, creo sinceramente
que es tarde ya para perderla. Pero haré cuanto esté en mí para no hacerlo
peor.
Horacio Quiroga
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