El azar y la escritura
Escribir ficciones es un arte que
nunca sabremos el peso que tiene. Así comienzo el prólogo de Blasfemia del escriba, mi único libro de
cuentos, y eso creo, con la escritura de ficción nunca se sabe. Abundan quienes
te quieren cuando publicas y no faltan los que te odian por la misma causa. Un
texto puede gustar a un grupo de lectores en la misma medida en que disgusta a
otros tantos; y un escritor, gozar de éxito en determinado instante, para
luego, con una increíble facilidad, engrosar la lista de los olvidados.
Nunca se sabe. Los cálculos
matemáticos jamás funcionan en el arte de escribir. Desconfío de cualquier tipo
de estadísticas cuando se trata de escritores y de sus escrituras. Esos
críticos que consumen su tiempo enumerando datos y características del grupo
literario que defienden, casi siempre fracasan. Cuando surge un imprevisto,
cuando aparece el jovenzuelo con un texto inesperado o el escritor entrado en
años que vuelve a publicar o algún desconocido, todo se viene abajo, los
preceptos se vuelven vulnerables y la guía telefónica de sus apreciaciones
tiene que ampliarse. El cosmos literario es así, totalmente impredecible.
Abundan casos de escritores que en
vida sufrieron desprecios delirantes y cuando mueren se le erigen estatuas;
otros cuyos rostros pululan en las monedas del país donde vivieron y, sin
embargo, mientras escribían, jamás tuvieron un kilo en sus bolsillos (José
Martí, Cesar Vallejo); algunos que con muchísima obra en su haber no dicen nada
recordable y otros que con solo un par de libros nos resultan clásicos (aquí
pienso en Juan Rulfo, por ejemplo).
La historia de la literatura recoge
múltiples casos donde lo imprevisto toma fuerza real cuando se trata de novelas
y cuentos. El propio Dostoievski, una noche, conmovió a sus amigos al leerles
de un tirón Pobre Gente, su primera
novela. Triste que es Rusia, le decían asombrados por la vida de los dos
personajes, mientras lloraban y reían al mismo tiempo. Pudo parecer que a
partir de ese instante el joven Fiodor tendría una carrera literaria en ascenso
con solo ser presentado ante Belinsky, el famoso crítico de la época, pero no
ocurrió así. La lógica de las matemáticas, repito, jamás funciona en los
caminos del arte. Para que escribiera como un santo, para que mostrara todo su
talento y demonio, a Dostoievski aún le faltaban numerosas experiencias: la
cárcel, los ataques de epilepsia, el frío de Siberia, casarse con una mujer
enferma, su afición al juego, al alcohol, vivir un tiempo en Baden Baden, o estar
a punto de la horca y salvarse en el último instante gracias a la amnistía que
ofreció el zar de Rusia.
Pero lo anterior no significa que
al escritor de ficciones tenga que irle muy mal para que escriba con garra. De
ninguna manera. Ejemplos que demuestran lo contrario también abundan en la
historia literaria. A mi juicio, el rasero esencial del verdadero escritor
radica en la sinceridad consigo mismo al emprender la obra. De muy poco sirve
haber estado en cárceles o en hospitales si a un escritor lo atrapan las leyes
del facilismo, la moda y el mercado, en el momento en que concibe la historia.
A su vez, nada garantiza que su escritura cale hondo en los lectores, solo por
proponerse esa sinceridad consigo mismo.
Las cosas, pienso, suelen ir más
allá. Cada palabra, cada oración, cada párrafo, trae consigo toda la concepción
del mundo del que escribe. Para él, como diría Faulkner, la suerte está echada.
Por mucho que se empeñe en lograr profundidad, si no es profundo, aunque gane
premios, dinero y aplausos, tarde o temprano se pondrá al descubierto. Porque
además de las palabras, ese instrumento aparentemente fácil para algunos, en
una buena obra influye quien la escribe, el instante en que se escribe, lo que
se escribe y quienes la leen.
En esta Habana que habito hace
cuarenta años, conozco colegas ansiosos por la persecución de acontecimientos
nacionales de última hora para plasmarlos en sus textos. Como expertos de un
periodismo de página roja salen a la calle a preguntar por historias y
personajes que estremezcan para después encerrarse y escribir sin añadir ni
restar la realidad. Pero sucede que en literatura la realidad que existe no es
la realidad de la calle, es la realidad del texto, que ya es otra cosa. El
propio Dostoievski concibió a Raskolnikov después de leer una nota en la página
roja, pero estoy convencido que el personaje creado, aunque haya hecho lo mismo
que el real, darle hachazos a la vieja usurera y a la pobre Elizabeta, no se
parece en nada al de la crónica.
Por su parte, conozco a otros
colegas que reniegan totalmente de los primeros y los denominan, de modo
despectivo, escritores realistas. Para estos, actuar como oponentes ya resulta
efectivo. Les parece poco serio elaborar textos que reflejen el volumen
inmediato, la realidad evidente y entonces exageran para no ser confundidos.
Colocan el absurdo como fórmula, acuden al enrarecimiento total y a la
experimentación desmedida, invocan la inmortalidad del texto con tantos deseos
que terminan frisando en el ridículo cada vez que publican un libro.
Nada, a mi juicio, hunde o salva a
la literatura. Un escritor puede escribir de lo que quiera, siempre y cuando
resulte, e incluso, aunque no resulte. Un escritor nunca sabe lo que pasará con
él y con su obra porque el azar es una condición gravitable en la escritura. Yo
mismo, en el Reparto Flores, dedicado
con paciencia a tejer y destejer una novela, jamás pensé escribir esta columna,
pero cuando me lo pidió la dirección de la editorial, registré en mis papeles y
comprendí que desde hace mucho, sin saberlo, me he estado preparando.
Alberto Guerra Naranjo
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